Mi abuela siempre
me decía que cuando menos los esperas salta la liebre.
Es un dicho que
consideré absurdo en el terreno del amor.
Todos los hombres
que me habían gustado, lo hacían de un modo claro y manifiesto, primero
colándose por mis ojos, luego por mis oídos y finalmente por mis sueños. Era
ese el preciso instante en el que sabía que ya estaba irremediablemente abducida.
Los años no me
han aportado más sabiduría en este aspecto. Me sigo perdiendo en los instantes
vibrantes, en las miradas intensas que detienen el tiempo, en las caricias que
hacen que flote más y más alto, hasta tocar las nubes, las yemas de mis dedos
no olvidan su tacto suave, algodonado, frío y caliente a la vez.
¿Cómo renunciar a
la música que silencia el ruido del mundo?. Cómo cerrar la cortina si la luz
entra vibrante iluminando hasta los rincones más recónditos.
Algunas personas,
más sabias, que me quieren de veras, me dicen que tanta intensidad no puede ser
buena. No está en equilibrio y todo se rompe. Tienen razón.
Debo aprender a
apreciar la luz de las velas, de las estrellas y la luna, la luz de las
luciérnagas, la luz de mi propio corazón.
El sol me tiene
totalmente cegada. Y sólo quiero volver a ver de nuevo.
¿Alguien me
presta unas gafas de sol?, ¿unos amarres para los pies?, ¿guantes para las
manos? J
No sé si aparecerá mi liebre, pero debo estar preparada!
Rosa
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